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jueves, 8 de diciembre de 2011

LEJANOS RECUERDOS DE "UN NIÑO DE LA GUERRA".-

LEJANOS RECUERDOS DE "UN NIÑO DE LA GUERRA".-

Por Francisco Baquero Luque

"La luz de las estrellas palidece
y no consuela como en nuestra infancia...
Porque se está matando al hombre arde mi canto
que quiere dar coletazos que despierten siglos...
Le está doliendo su dolor al hombre...
Porque no quedará vivo quien nos cante
el naufragio indecente de las ratas,
porque los que viven lo hacen sin memoria..."

( R. Garciasol )

Atardecer de agosto de 1.936 en un cortijo, “La Alhóndiga”, en la ribera huertana, a un tiro de honda del cauce del el río Guadalhorce, umbroso y nemoroso soto guarneciéndolo.

Aquel niño jugaba en los alrededores de la cortijada. De improviso, reparó en aquel extraño hombre sentado en el balate del largo camino de rodaderas que, de este a oeste, atraviesa las tierras de regadío de la finca y pasa a no más de 20 metros del enorme caserío de ésta.

Aquella figura abatida reavivó en mi, que entonces no pasaba de los cinco años de edad, los presentimientos que, desde unos meses antes, tenía pegados a mi espíritu cual una de esas garrapatas adherida a la piel del enorme y leal perro con el que todas las tardes salía a jugar con la hermanilla, de como unos dos años y medio, por el idílico paraje que circundaba el cortijo en el que, en una de sus rústicas dependencias, mis padres tenían su hogar.

Mi mente infantil no pudo evitar incardinar de inmediato a aquel abatido ser humano en el tenso miedo que, de un tiempo acá, percibía en las palabras y adustos semblantes de mis padres y en el de los gañanes, boyeros y peones de la hacienda. Intuía, y temía, que algo grave alteraba la inmensa paz y bucólico devenir de aquella, para mí, entrañable comunidad cortijera. Me empezó a invadir una cierta melancolía por algo bello de mi corta vida que presentía se estaba acabando sin que pudiera precisar, ni siquiera intuir, sus auténticas causas.

Lo que más me desasosegaba, era que ya no venía a enseñarme el alfabeto, los números y a ponerme planas de palotes, el amado maestro rural, “Bizco de Antequerilla”, como antes diariamente lo hacía. ¿Ya no me quería el maestro bueno que amén de enseñarme cosas preciosas, nos traía, a mi hermanilla y a mí, caramelos, peladillas con almendra dulce dentro y algún que otro juguete de vez en cuando? Me empezaba a invadir una profunda tristeza de ausencia; sobre todo, tenía ya por cierto que algo grave estaba pasando, que se empezaba a confirmar aquella tarde con la aparición de aquel hombre de pobres trazas que, en su visible derrota física, había terminado casi recostado en el talud que, con el de la otra margen, encajonaban el camino.

Aquel hombre vestía prendas sobreusadas y ajadas, lo que añadía a su abatida compostura una apariencia infinitamente penosa. Posiblemente, por alguna razón, se había puesto en camino desde el tajo con las ropas de trabajo sin tener tiempo de cambiarse. Pese a ello y a mi corta edad, no me infundía miedo su figura, y estaba seguro de que no se trataba de uno de los “tíos mantequitas”, con cuyo cruel menester, se asustaba entonces a los niños para que fueran obedientes y, en sus juegos, no se alejaran mucho de sus casas.

Tenía el indigente prójimo encastrada la barbilla en su pecho, y se cubría la cabeza con un sudado sombrero de fieltro con cuyas anchas alas se ocultaba el rostro, quizás por miedo a que le conociera algún caminante de aquella realenga, en cuyo lindazo, él estaba zozobrado. En sus manos, entre las rodillas, a duras penas sostenía un jarrillo de hojalata, con en el que, para saciar la sed aquella tarde estival, había intentado escanciar agua del pozo de la otra vera del camino (pozo, que fue un tiempo, alivio de caminantes), pero la bomba hacía años y años que estaba mohosa y rota y su cabida casi soterrada.

Ostensiblemente, a aquel ser humano le faltaban las fuerzas físicas y evidenciaba un gran abatimiento emocional. Sí, tenía miedo, el mismo miedo que veía en mi entorno vital. Abrió desmesuradamente los ojos cuando oyó tiros en lontananza como, cada dos por tres, se oían ya casi todos los días, simultáneos a sobrecogedores lamentos. En las alturas del cielo, ahora no volaban las palomas sino, insidiosamente, bandadas de negros grajos descolgados de las sierras colindantes planeaban en círculo lanzando agudos y espeluznantes graznidos, al igual que, en menor cantidad, hacían los buitres también estirados sus viscosos y largos desplumados cuellos oteando el “Arroyo de los bichos muertos”, llamado así porque en su hondo cauce y entaramados márgenes, los labradores y ganaderos tiraban los animales de granjas muertos por accidentes o epidemias, especialmente porcinos y, allí, eran consumidos por las aves carniceras en un santiamén. Ecología vital que entrañaba drama.

No supe qué me indujo, en vez de salir corriendo asustado hacia mi casa, a acercarme al hombre inerme sin miedo y, de rodillas a la altura de su cabeza, alzarle el sombrero. Su mirada, apagada e implorante, me estremeció. Mecánicamente grité “¡maaama, ven corriendo, corre, corre, aquí hay un hombre muriéndose...!

El precepto de amor y servicio al prójimo era cotidianamente puesto en práctica por mis padres, como por una gran mayoría de las gentes de aquellas generaciones: Cada día que salía el sol, la afluencia de pobres necesitados de socorro era constante a la casa-cortijo de la Alhóndiga; desde la puerta imploraban a mi madre: “Ama, una limosna por Dios”, y ella, bonita y dulce como las rositas de pitiminí que cultivaba en el exterior bajo las jambas de los ventanales de la casa para que ofrecieran frescura dentro, le contestaba, “aguarde hermano...”. Cuando salía desde el interior, indefectiblemente portaba en su delantal, anudado a la cintura y los picos cogidos con sus manos a guisa de talego, una generosa provisión de las viandas más habituales del cortijo: pan moreno de trigo amasado a puño en la artesa, tocino con vetas de magro sacados de la orza, pellas de higos verdejos prensados rezumando ya azúcares, batatas cocidas en el perol que colgaba de los lares del humero, o, asadas en las ascuas, y, “tenga hermano, siéntese en el poyo bajo la parra de la puerta y coma tranquilo...” , y el desvalido respondía: “Que Dios se lo pague, hermana”.

Cuando, a mis voces llegó, corriendo como una gacela asombrada, a donde yo estaba junto al pobre hombre abatido, ella, dándole dulces cachetes en su cara sin afeitar y con los ojos en el infinito, pero respirando (habría sufrido un desmayo), me ordenó categórica aunque con voz de sobrecogida caridad: “¡Corre hijo mío, corre y llama a Paco el Tito el boyero y a Frasco Porra que acaba de llegar a la pesebrera con la carreta cargada de entresaco de maíz, y diles que vengan corriendo a ayudarme a llevar a este hombre a la casa...ah, y dile al “chiquichanga” que apareje una bestia por si hay que ir al pueblo por el médico, este hombre está mu malito, mu malito...” Ni un perdigón peonando en barbecho, habría corrido más que yo a cumplir la petición de la madre buena. Han pasado 75 años, y aún tengo gravada en mi mente la imagen que, cuando volvía corriendo delante de Paco el Tito y Frasco Porra, ofrecían mi madre sentada junto al desdichado prójimo con su cabeza sostenida por uno de sus brazos y abanicándolo con su propio sombrero con la otra. El enorme y bonachón Frasco Porras cogió al hombre en sus brazos y lo llevó a la gañanía, cabe la vivienda de mis padres, acostándolo en uno de los catres que en ella había para los peones “manteníos”.

Aquel ser humano derrotado por el miedo a la vida, no llegó a conocer a mi padre, como deseaba porque, en esos momentos, aún andaba laborando por los tajos. En esas, desde el cortijo se vio salir del pueblo una enfervorizada multitud dando gritos revolucionarios y flameando grandes banderas de la FAI, CNT, PC, y otras. Al hombre, visiblemente recuperado ya tras comer y descansar, se le descompuso el semblante y decidió marcharse de bulla. El ama buena le preguntó: “Y ahora ¿a onde...? y, el buen hombre: “Ama, he de seguir mi suerte, por eso he pensado volver a mi casa en Pajares, en el paraje de Casapalma, porque si aquellos (señaló a los manifestantes) llegan a ella a buscarme y no me encuentran, pueden molestar a mi familia: de madrugada, estaré con mi mujer y mi hija...” El ama tendiéndole la mano: “Pues que Dios le acompañe y a nosotros no nos olvide...” Salí tras él por el portón del enorme patio del cortijo, me dio un beso y le vi caminar hasta perderse en lontananza hacia Dios sabría qué destino. Frasco Porras, simuladamente le ofreció algo (supe después que un revolver) que el hombre no aceptó.

Al volver yo a mi casa, ubicada dentro del enorme patio de labranza, mi madre miraba absorta hacia las huertas. Algunas lágrimas manaban de sus bellos ojos. También ella tenía un presentimiento en relación al esposo cabal que laboraba, pese a estar ya próximo el ocaso, en los tajos por un jornal de diez reales.

Esto sucedía, como he podido constatar después, el día 8 de agosto de 1.936, y el día 1 del mismo mes había tenido lugar el primer “asesinato” en la retaguardia, después de la quema de todas las imágenes y ocupación de la Iglesia para fines “cívicos”: Fue ese primer asesinado el vecino Juan Berrocal Carvajal, de 40 años, pequeño labriego, y aquel mismo día 8 fue también “paseado” el empresario José Mª Prolongo Herraiz, de 33 años, dueño de la fábrica de embutidos “Prolongo”, lo cual creó en Cártama un ambiente de profunda tensión y miedo, que no desapareció hasta mediados de febrero de 1.937.

Seis días después, Frasco Porras dijo a mis padres delante de quien esto escribe: “El hombre que socorrimos hace unos días, ha sido asesinado en su propia casa; con una coyunda lo han amarrado a un pilar de obra de la vivienda y, delante de él, han violado a su mujer e hija. Después acabaron con su vida”. Es “memoria histórica”.

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